Autor: Guillermo Camargo Torres (estudiante de 7mo semestre de la Escuela de Medicina)

“En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, dijimos todos al unísono junto con el Padre Juan Carlos al iniciar la peregrinación a la Basílica de Santa María de Guadalupe. Era un momento emocionante, todos reunidos en el bello Jardín Central de la UP, todos de vino, todos preparados para caminar 18 largos kilómetros de Mixcoac a la Villa. Al menos para mí, que no acostumbro a realizar más movimiento del que me exige el día a día, parecía una odisea imposible; nunca había caminado tal distancia, y mucho menos bajo el sol. Armado entonces únicamente con los tenis más cómodos que encontré, una botella de agua fría, 200 litros de bloqueador solar y una elegante fedora, emprendimos el viaje.

Los primeros cuatro kilómetros transcurrieron con presteza: íbamos a buen paso, sin calor, con bellos cantos y fraternizando como buen equipo de peregrinos. Fue una experiencia enriquecedora. A veces, como estudiantes de Medicina, estamos acostumbrados a convivir únicamente entre nosotros en un entorno muy académico; aunque fuimos pocos de nuestra Facultad, tuvimos esta gran oportunidad de convivencia, no sólo entre nosotros, sino también con nuestros directivos. Caminar junto con la Dra. Derive, rezando el Rosario, es una experiencia que jamás creí que viviría y que sin duda jamás olvidaré. Ahora, esto trasciende la convivencia que pudimos tener como Facultad, sino como Universidad, a la que asistieron alumnos de todas las carreras, profesores, directores, papás y abuelitos, y la gran belleza que tiene esto es que peregrinar con ellos borra todas las diferencias existentes en este grupo tan diverso: no íbamos alumnos de Medicina, alumnos de Ingeniería, alumnos de Comunicación, directores, no; íbamos caminando como hermanos en Cristo, como su Iglesia, todos unidos por la fe y acompañados por su Madre.

Los siguientes catorce kilómetros no fueron tan sencillos como los primeros cuatro; empezaba a hacer calor, los pies dolían, teníamos que caminar más rápido para no ser brutalmente atropellados por los coches que definitivamente no compartían nuestro alegre ánimo. Pero resistí, y no resistí solo, resistí con ayuda de Cristo, recordando que esto era por Él, con Él y en Él. La caminata, por dura que sea, cuando se convierte en oración nos ayuda a disponer el corazón a Dios. Cuando caminar trasciende el acto corporal que es caminar, y se convierte en entrega total, se fortalece nuestra fe. Y me di cuenta que todo valió la pena al cruzar la Puerta Santa. La caminata únicamente fue preparación para este momento en el que, sí, físicamente cruzamos una puerta, pero espiritualmente buscamos la conversión y la renovación hacia una vida nueva con Dios, rechazando nuestra vieja vida de pecado. Con esto inició un camino aún más arduo que los dieciocho kilómetros de Mixcoac al cerro del Tepeyac, aquel lugar en el que nuestra Señora de Guadalupe se le apareció a Juan Diego hace 500 años. Ser cristiano es una ardua caminata, tan dura y tan larga que dieciocho kilómetros se quedan cortos, y no exenta de tropiezos. Pero si la recorremos con fe, devoción y, sobre todo, con humildad, pidiéndole a nuestro Señor que nos guíe, nos acompañe y nos ayude a levantarnos, llegaremos al final, cumpliremos con el llamado y cruzaremos la última puerta, la puerta más santa: la puerta a la vida eterna por Cristo, con Cristo y en Cristo.

Autor: Frida Sofía Guzmán de la Cruz (estudiante de 7mo semestre de la Escuela de Medicina)

Al principio, pensar en caminar dieciocho kilómetros parecía imposible, no había forma de lograrlo. Estaba convencida de que a la mitad, el cansancio me superaría. Sin embargo, lo quería intentar.  En un inicio planeaba ir sola, pero al comentárselo a mi hermano menor, sorprendentemente decidió acompañarme. Esto me hizo ver que el camino no sería tan pesada al estar acompañada. 

El primer reto que me encontré llegó incluso antes de dar el primer paso, el simple hecho de madrugar un sábado. Mi hermano y yo acostumbramos empezar el día tarde los fines de semana, levantarnos a las 5:30 para preparar todo y llegar con tiempo al jardín central ya era un pequeño desafío en sí mismo. Esa mañana al escuchar el despertador quería regresar a dormir un poco más. Mi cuerpo pedía quedarse más tiempo en la cama, pero no lo hice.  Desperté a mi hermano y juntos nos alistamos para llegar a la universidad. 

Al llegar a la universidad me sorprendió encontrar a tantas personas reunidas, todas con playeras color vino, listas para iniciar la peregrinación. No solo eran estudiantes los que se encontraban reunidos, si no que había profesores, padres de familia e incluso familias completas que habían decidido vivir esta experiencia juntos. Era evidente que la peregrinación nos unió a todos como comunidad. Antes de iniciar el padre Juan Carlos nos recordó lo que se tiene que hacer para poder obtener la indulgencia este Año Jubilar. Nos mencionó que el camino que íbamos a recorrer no era solo un esfuerzo físico, sino una oportunidad para acercarnos a Dios ofreciendo nuestras acciones, pensamientos y sacrificios en un espíritu de conversión y renovación. Además, nos acompañó durante todo el recorrido, invitando a los peregrinos a hablar con él si así lo deseaban. 

Los primeros kilómetros pasaron con rapidez. El ritmo era muy cómodo, no íbamos ni  demasiado rápido ni muy lento, lo que permitía  conversar con los demás. Las charlas con los demás hicieron que la caminata se sintiera más ligera. Sin embargo, al pasar el tiempo el cansancio comenzó a sentirse. 

Poco a poco la planta de los pies comenzó a doler y cada paso se volvía un poco más pesado.  Y aun así, con cada paso avanzaba la certeza de que valía la pena y pronto llegaríamos a la villa. 

Al llegar a la Calzada de Guadalupe nos encontramos con los demás peregrinos y poco a poco el color vino de nuestras playeras comenzó a teñir la calzada. Ya faltaba muy poco para llegar a la Basílica y la emoción en el ambiente solo iba incrementando. Nos detuvimos un tiempo en la calzada a esperar el paso de la Virgen y, mientras tanto, todos le cantábamos con el corazón entero. “La Guadalupana” sonaba mientras la Virgen pasaba entre nosotros hasta colocarse al inicio para guiarnos los últimos cuatro kilómetros. Este último tramo lo recorrimos cantando, reflexionando y sobre todo unidos como los peregrinos de la esperanza. 

Pasar la Puerta Santa con todos los que fueron ese día fue realmente increíble; se sentía la fuerza de la fe que nos une. Era mi primera vez visitando a la Virgen de Guadalupe en su casa, quedé completamente impactada por lo hermosa que es. No dejaba de ver cada detalle de la basílica  y todas las hermosas flores de personas que a lo largo del tiempo han llevado hasta allá para verla y encomendársele. Pensar que miles de personas vienen cada año a agradecerle los milagros que ha hecho en casa de muchos y en ese momento yo estaba ahí con ella, me hizo darme cuenta de lo afortunada que soy. Cada kilómetro recorrido me enseñó que la paciencia, la fe y la perseverancia hacen que los desafíos que tenemos se vuelvan en experiencias gratificantes y llenas de sentido.

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